lunes, 28 de noviembre de 2011

"En un beso, sabrás todo lo que he callado" Pablo Neruda

martes, 22 de noviembre de 2011

Espero curarme de ti


Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad. 

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se puede reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada. 

Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo: «qué calor hace», «dame agua», «¿sabes manejar?», «se hizo de noche»... Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho «ya es tarde», y tú sabías que decía «te quiero»). 

Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón.

Jaime Sabines

domingo, 20 de noviembre de 2011

LA CONDENA (Franz Kafka, 1912)


Era la espléndida mañana primaveral de un domingo. Georg Bendemann, joven comerciante, estaba sentado en su cuarto, en el primer piso de una de esas casas bajas y mal construidas que se levantaban a lo largo de la rivera, muy poco diferentes unas de otras en altura y color.
Acababa de escribir una carta a un amigo de la infancia, que estaba en el extranjero; mientras cerraba el sobre sin atención, y apoyando los codos sobre el escritorio, su mirada se perdió en el río a través de la ventana, contemplando el puente y la pálida vegetación de las colinas de la otra orilla.
Pensaba en su amigo, que hacía años se había ido a Rusia inconforme con el futuro que su país le ofrecía. Ahora tenía un negocio en San Petersburgo que al principio había pros­perado bastante; pero que desde hacia tiempo parecía decaer, según se deducía de las quejas que su amigo, en sus visitas cada vez menos frecuentes, formulaba con insistencia. Por tanto, sus esfuerzos en el extranjero eran vanos; la barba larga y exótica no había logrado cambiar completamente su cara tan familiar desde la niñez, cuya coloración amarillenta parecía revelar alguna enfermedad latente.
Según él contaba, no mantenía grandes relaciones con la colonia de su país en aquella ciudad, ni tampoco amistades entre las familias del lugar, de tal forma que su destino parecía ser una soltería definitiva. ¿Es que se podía escribir Primera edición: Arcadia. Leipzig, 1913, a una persona así, que evidentemente se había equivocado de camino, y a quien se podía compadecer, aunque no ayudar? ¿Aconsejarle tal vez que regresara a su país, que se transplantara nuevamente, que reanudara sus antiguas amis­tades –nada se lo impediría y se confiara en que recibiría ayuda total?
Pero lo que hubiera significado decirle eso, cuanto más amable más ofensivamente, era que todos sus esfuerzos ha­bían sido vanos, que ya era hora de rendirse, que debía re­gresar a su país y dejar que lo miraran eternamente y con ojos de asombro, como un repatriado; que únicamente sus amigos eran sensatos, que él era solamente un niño adulto y que le convenía atenerse a las recomendaciones de sus amigos que por fortuna no habían salido del país. ¿Tendría algún sentido torturarlo con todas esas recomendaciones? Tal vez ni siquiera lo harían desear volver –él mismo decía no estar al canto de la situación de los negocios de su país, y de esa manera se quedaría en el extranjero, a pesar de todo, amargado por los consejos, y cada vez más alejado de sus amigos.
En cambio, si seguía estos consejos, y al llegar aquí se en­contraba peor que antes –naturalmente no por malicia, sino por la fuerza de las circunstancias, si no se sentía cómodo, con o sin sus amigos, y en cambio sí humillado, descubriría de repente que no tenía patria ni amigos. ¿No sería mejor después de toda permanecer en el extranjero, como ahora? Considerando todas esas condiciones, ¿se podía afirmar realmente que eran las mejores para volver al país?
Por estas razones, si deseaba mantener mi relación epis­tolar con él, no podía darle noticias tan veraces. Ni siquiera las que es partible comunicar, sin temor, a las personas más lejanas. Ya hacia tres años que el amigo no venía a su país, y se disculpaba con gran dificultad, alegando la inseguridad de la situación política en Rusia, que no toleraba ni la más corta ausencia; mientras tanto, cientos de miles de rusos andaban de turistas por el mundo tranquilamente. Sin embar­go, muchas cosas habían cambiado para Georg durante el transcurso de estos tres años. Hacía más o menos dos años –desde la muerte de su madre que trabajaba con su padre; por supuesto, el amigo se enteró de la noticia, y expresó mediante una carta sus condolencias,, en forma tan escueta, que uno deducía de su lectura que la tristeza de una pérdida semejante era totalmente incomprensible en el extranjero. Pero a partir de entonces, Georg se había dedicado con ma­yor interés a su negocio. Mientras su madre vivió, su padre solo permitía que se hicieran las cosas a su modo. Tal vez esta circunstancia le había impedido una actividad eficaz y verda­dera. Poco después de dicha muerte, aunque todavía se ocu­paba algo de los negocios, su padre se había vuelto menos tiránico. O quizá –y eso era lo más probable una continua racha de fortuna lo había ayudado; pero era evidente que los negocios habían mejorado inesperadamente durante esos dos años; el personal se tuvo que duplicar, las ganancias se quintu­plicaron y era indudable que aún se esperaban nuevos éxitos.
Pero su amigo no se había enterado de estas transforma­ciones. En otro tiempo, quizá por última vez en su carta de condolencia, había tratado de persuadirle para que fuera a Rusia y le detallaba las ventajas comerciales que le ofrecía San Petersburgo. Las cifras eran ínfimas al lado de los pro­gresos que Georg lograba actualmente en el negocio. No había querido comentar entonces sus éxitos a su amigo, y hacerlo ahora podía resultar verdaderamente extraño.
Por eso, Georg se limitaba en todos los casos a poner a su amigo al tanto de sucesos sin importancia, aquellos que uno puede recordar en una tranquila mañana de domingo en que el azar los trae a la memoria. Sólo quería que la imagen que durante ese largo intervalo su amigo se había formado de su ciudad natal, y con la cual vivía conforme, no se modificara. Y así fue que Georg le anunció, en tres ocasiones bastante separadas entre sí, el compromiso de un hombre sin impor­tancia con una joven igualmente sin importancia, hasta que el amigo, contra codas las intenciones de Georg, comenzó a interesarse por ese extraño acontecimiento.
Georg prefería contarle por escrito estas cosas antes que confesarle que él mismo estaba comprometido, desde hacia algunos meses con la señorita Frieda Brandenfeld, hija de una familia acomodada. A menudo hablaba de su amigo con su novia, y de la poco común relación epistolar que los unía.
¿Entonces, no vendrá a nuestro casamiento? –decía ella y sin embargo, yo tengo derecho de conocer a todos tus amigos.
No quiero molestarlo –respondió Georg. No quiero que me mal entiendas; probablemente vendría, por lo menos eso creo, pero se sentiría obligado. Me envidiaría y eso lo desconsolaría, le haría sentir, realmente, que es incapaz de aliviar su desconsuelo, y luego tendría que retornar solo a Rusia. Solo. ¿Entiendes lo que quiere decir eso?
Sí, pero... ¿Y si se entera por otros medios de nuestro casamiento?
No hay forma de impedido; pero con la vida que lleva eso es muy difícil.
Debiste pensar en tus amigos, Georg, antes de comprometerte.
Bueno, la culpa es tuya tanto como mía. Sin embargo ahora por nada querría cambiar mi decisión. Y –cuando, con la respiración agitada por sus besos-, ella agregó:
De todos modos, me preocupa –él pensó que realmente no perdería nada con confesarle todo a su amigo.
"Así soy, y así me acepta –pensó; no puedo crearme para su amistad una imagen más apropiada que la mía."
Y en efecto, aquella mañana primaveral informó a su amigo, mediante la carta que acababa de escribir, de su próximo casamiento.
"He dejado para el final la mejor noticia. Me he com­prometido con la señorita Frieda Brandefeld, una joven de familia acomodada, a quien no conoces, pues llegó a la ciudad mucho después de tu partida. Ya podré hablarte más ampliamente de ella en otra ocasión; hoy basta que te diga que estoy muy contento, y que lo único que ha cambiado en nuestra relación, es que si hasta ahora has tenido un amigo como todos, ahora tienes un amigo feliz. Además encontrarás en mi novia, que te saluda afectuosamente y que pronto te escribirá personalmente, una amiga de verdad; Lo que siempre es importante para un soltero. Sé que muchos motivos te impiden visitarnos, pero ¿No crees que mi casamiento es la mejor ocasión para hacer a un lado estos impedimentos? De todas maneras, sea lo que fuere, no dudes en hacer lo que sea más conveniente para ti."
Sentado ante su escritorio, Georg permaneció largo rato mirando hacia la ventana, con esta carta en la mano. Apenas había contestado, con una sonrisa ausente, el saludo de un conocido que pasaba por la calle.
Guardó finalmente la carta en el bolsillo y salió de su habitación; atravesó un pequeño corredor hasta llegar a la de su padre. Hacía meses que no estaba allí. En realidad no era necesario, ya que lo veía diariamente en el negocio, y además almorzaban juntos en el restaurante; por la noche cada cual hacía lo suyo, pero generalmente se quedaban en la sala co­mún, enfrascados en sus respectivos diarios, mientras Georg, como a menudo ocurría, no saliera con sus amigos, o sobre todo últimamente. fuera a ver a su novia.
Georg se asombró del contraste que ofrecía, con aquella mañana tan luminosa, la oscuridad del cuarto de su padre: tanta sombra proyectaba el alto muro que limitaba el pequeño patio. El padre estaba sentado en un rincón adornado con distintos recuerdos de la difunta madre y leía el diario junto a la ventana, sosteniéndolo en forma inclinada ante sus ojos, para compensar así cieno defecto visual. Sobre la mesa se encontraban aún los restos del desayuno, que apenas había probado.
Ah, Georg –dijo el padre y se acercó a recibirle. Su pe­sada bata se abrió al caminar y onduló susurrante en torno del anciano. "Mi padre es todavía un gigante" –pensó Georg.
Aquí la oscuridad está insoportable –dijo luego.
Sí, está muy oscuro –contestó el padre.
Además, tienes cerrada la ventana.
Prefiero que esté así.
Afuera hace bastante calor –dijo Georg, como meditando su observación anterior mientras se sentaba.
El padre recogió los platos del desayuno y los colocó sobre una cómoda.
Sólo quería decirte –continuó Georg, que seguía ab­sorto en los movimientos de su padre, que he decidido enviar a San Petersburgo el anuncio de mi casamiento.
Hizo el ademán de sacar de su bolsillo un extremo de la carta, pero la dejó ahí.
¿A San Petersburgo? –preguntó el padre.
Si, le escribí a mi amigo –dijo Georg, buscando los ojos de su padre. "Qué distinto es en el negocio –pensó que im­ponente se ve aquí, sentado con los brazos cruzados." –Sí, a tu amigo –enfatizó el padre.
Has de recordar, padre, que en principio quise ocultarle mi compromiso. Por consideración; solamente por eso. Ya sabes lo quisquilloso que es. Pensé que podría enterarse por otros medios de mi casamiento, aunque con la vida que lleva, tan solitaria, eso es poco probable; yo no tenía forma de im­pedirlo, pero nunca lo habría sabido por mí directamente.
¿Y sin embargo ahora has cambiado de opinión otra vez –preguntó el padre, colocando el periódico sobre el alféi­zar, apoyando sobre él las gafas, que cubrió con la mano.
ahora cambié de opinión. Si realmente es mi amigo, me dije, entonces la alegría de mi casamiento ha de ser una alegría también para él. Y por lo tanto no me he demorado más en escribirle. Pero antes de enviar la carta quise comen­tarlo contigo.
Georg –dijo el padre, mostrando las encías desdenta­das, escúchame. Acudes a mí para comentar este asunto. Ese gesto te honra. Pero es inútil, desgraciadamente no sirve de nada, si además no me dices toda la verdad. Desde la muerte de tu madre, tan querida por nosotros, han ocurrido ciertas cosas muy desagradables. Quizá se presente la oportu­nidad de mencionarlas, tal vez mucho antes de lo que imagi­namos. En el negocio hay asuntos que se me escapan, aunque no quiero insinuar ahora que alguien me los oculta; ya no soy tan fuerte como antes, la memoria me falla, y ya no puedo estar al tanto de todo. En primer lugar, esto se debe al inelu­dible proceso natural del paso del tiempo, y en segundo lugar, la muerte de nuestra querida madrecita, me ha afectado mucho más a mí que a ti. Pero mejor no nos desviemos del asunto de esta carta, y por eso te ruego Georg, que no me engañes. Se trata de algo sin importancia, que no vale la pena ni mencionar; por eso mismo no tiene objeto que me ocultes algo. ¿Existe en realidad ese amigo tuyo de San Petersburgo?
Georg se levantó repentinamente. Estaba perplejo.
Dejemos lo de mi amigo. Mil amigos no podrían susti­tuir a mi padre. ¿Sabes que pienso? No te cuidas lo suficiente. La ancianidad exige ciertos cuidados. Sabes perfectamente que me eres indispensable en el negocio, pero si eso perjudica tu salud, mañana mismo lo cierro para siempre. Y eso no nos conviene. Es preciso que cambies totalmente de costumbres. No puedes seguir viviendo como vives. En la sala hay tanta luz, y tú aquí, leyendo en la penumbra. Apenas pruebas el desayuno, en vez de alimentarte debidamente. Te quedas con la ventana cerrada cuando el aire fresco te haría tanto bien. ¡No, padre! esto no puede seguir así. Llamaré al médico y haremos lo que prescriba. Cambiaremos de habitaciones, pasarás al cuarto de adelante y yo me trasladaré a éste. No sentirás molestia alguna por el cambio, porque también mudaré todas tus cosas. Todo eso a su tiempo; por ahora, recués­tate a descansar un poco en la cama, seguramente necesitas reposo. Ven yo te ayudaré a desvestirte, ya verás que es fácil. O tal vez prefieras pasarte de una vez a mi habitación, si quieres puedes recostarte sobre mi cama. Esto sería lo más conveniente.
Georg se había parado junto a su padre, que había de­jado caer hacia adelante la cabeza de blanca y desordenada cabellera.
Georg –dijo el padre en un susurro, permaneciendo inmóvil Georg se arrodilló de inmediato a su lado; miró su fati­gado rostro y comprobó que de reojo se fijaban sobre él sus pupilas dilatadas.
No tienes ningún amigo en San Petersburgo. Siempre has sido un bromista, y también conmigo has querido bro­mear. ¿Cómo podrías realmente tener allá un amigo? Eso es increíble.
Haz un esfuerzo para recordar –dijo Georg, mientras levantaba al padre de la silla y le quitaba la bata, ya que el anciano apenas podía sostenerse en pie, nos visitó hace casi tres años. Todavía recuerdo que no le tenías mucha simpatía. Por lo menos dos veces te oculté su presencia, aunque en realidad se encontraba en mi cuarto, conmigo. Me era muy comprensible tu rechazo hacia él, ya que mi amigo es bastante peculiar. Pero luego, te llevaste bastante bien con él. Me sentía tan orgulloso de que lo escucharas, que asintieras o le hicieras preguntas. Si lo piensas un poco podrás recordarlo. El nos contaba las historias más increíbles de la revolución rusa. había visto, por ejemplo, durante un viaje de negocios a Kiev, a un sacerdote en un balcón que a te la muchedumbre se hizo una cruz con un cuchillo en la palma de la mano, y luego habló a la multitud con la mano ensangrentada en alto. Tu mismo has repetido varias veces esa historia.
Mientras tanto, Georg había logrado sentar de nuevo a su padre y sacarle con delizadez los pantalones de lana que lle­vaba encima de los calzoncillos; le quitó los calcetines, y al contemplar que la limpieza de la ropa dejaba mucho que desear, se reprochó su descuido. Era sin duda uno de sus de­beres el velar porque su padre no careciera de mudas de ropa. interior. Aún no había decidido con la que sería su esposa que hartan con su padre; de este modo quedaba por supuesto que viviría solo en su antiguo departamento. Pero en ese momento, tomó la determinación de que su padre viviría con ellos en su nueva casa.
Analizándolo más atentamente, hasta parecía posible que los cuidados que Georg pensaba prodigar a su padre llegaran demasiado tarde.
Llevó en sus brazos al padre hasta la cama. Mientras hacía el breve trayecto, tuvo la terrible sensación de que su padre jugueteaba con la cadena de su reloj, que le cruzaba el pecho. Apenas pudo acostarlo, con tanta fuerza se había aferrado a la cadena.
Pero cuando al fin el anciano quedó acostado, todo pare­ció arreglarse. El mismo se cubrió, subiendo las mantas mucho más arriba de los hombros, lo que en el era ya insó­lito. Después lanzó una mirada amistosa a Georg.
¿No es cierto que ahora, comienzas a recordarlo? –pre­guntó Georg, animándole con un movimiento en la cabeza.
Estoy bien tapado? –preguntó el padre, como si él mismo no pudiera comprobar si tenía los pies bien cubiertos.
¿Te sientes más a gusto, en la cama –dijo Georg, y lo arropó.
¿Estoy bien tapado? –preguntó otra vez el padre mos­trando especial interés en la respuesta.
No te intranquilices, estás bien tapado.
¡No! –gritó el padre, interrumpiéndole.
Arrojó las mantas con tanta vehemencia que en un se­gundo se desparramaron totalmente, y se levantó sobre la cama. Apoyó ligeramente la mano en el cielo raso.
Tú quisieras taparme, lo sé, mi hijito. Pero todavía no estoy tapado. Y aunque sean mis últimas fuerzas, son suficientes, casi demasiadas para mí. A ese amigo tuyo lo conozco muy bien. Es el hijo que yo habría querido. Por eso mismo lo has engañado, año tras año. ¡Por qué si no! ¿Crees que no he llorado por él? Por eso te encierras en tu escritorio, nadie puede pasar, el Jefe está ocupado... sólo para escribir falsas cartas a Rusia. Pero por suerte nadie tiene que ense­ñarle a un padre a adivinar lo que piensa su hijo. ¡Creíste que me habías engañado, que estaba tan hundido que podías sentar tu trasero sobre mí. ¡Y como yo no puedo ya moverme, el gran hijo decide casarse!
George se aterrorizó ante la espantosa imagen evocada por su padre. El recuerdo del amigo de San Petersburgo, a quien su padre parecía conocer tan bien de repente, se pose­sionó de su imaginación como nunca. Lo veía perdido en la vasta Rusia. Lo veta ante la puerta de su negocio vacío y saqueado; entre las ruinas de los mostradores, en medio de la mercadería consumida por el fuego, lo veía claramente. ¡Por qué tenla que haberse ido tan lejos!
Pero atiéndeme –gritó imperativamente el padre. Georg, a punto de desvanecerse, se dirigió hacia la cama para enterarse definitivamente de todo, pero se detuvo a la mitad de camino.
Porque ella se levantó las faldas –dijo aflautadamente el padre, porque esa perra asquerosa se levantó las faldas así y como ejemplificando se alzó la camisola por encima de los muslos, dejando ver en uno de ellos la cicatriz de la guerra, porque se levantó las faldas así y así, te entregaste completamente; y para gozar hasta saciarte con ella manci­llaste la memoria de nuestra madre, defraudaste a tu amigo y has querido enterrar en la cama a tu padre, para que no pueda moverse. Pero... ¿puede o no puede moverse?
Y se irguió firmemente sobre sus piernas, sin apoyarse en nada. Resplandecía de orgullo.
Georg permanecía en el rincón, lo más alejado que podía de su padre. En otro momento se había dispuesto a observar todo con detenimiento, para que nada le cayera por sorpresa, desde atrás o desde arriba. Recordó esa olvidada decisión y la olvidó nuevamente, como cuando se pasa un hilillo por el ojo de una aguja.
¡Pero tu amigo no ha sido defraudado! –exclamó el padre, agitando en el aire su índice de un lado a otro, enfáticamente. Yo era su representante aquí!
¡Farsante! No pudo dejar de gritar Georg; de inme­diato comprendió su error, y se mordió la lengua, con los ojos desorbitados de dolor, hasta sentir que le flaqueaban las piernas pero ya era demasiado tarde.
¡Sí! representé una farsa. !Farsa.! Me gusta la palabra. ¿Qué otro consuelo le quedaba al amargado padre viudo? Contéstame, y trata de ser, aunque sea por un instante, un hijo digno de mí, como el que fuiste. ¿Qué otra cosa podía hacer, metido en mi cuarto, perseguido por empleados desleales, viejo hasta los huesos? Mientras mi hijo se paseaba ju­bilosamente por el mundo, cerrando operaciones comerciales que yo había preparado previamente, pleno de satisfacción y jugando ante su padre al pretendiente formal. ¿Crees que no te quise nunca, yo, tu padre, al que quisiste abandonar?
"Ahora hará una reverencia –pensó Georg y se caerá y se romperá los huesos." Estos pensamientos le produjeron un estremecimiento.
El padre se inclinó un tanto hacia adelante, pero no se cayó. Al ver que Georg no se acercaba, como él esperaba, volvió a erguirse.
Quédate donde estás, no te necesito; no te necesito. Crees que todavía tienes fuerza suficiente para acercarte y que no lo haces sólo porque no se te da la gana. ¿No te equivocarás? Sigo siendo el más fuerte, Tal vez yo solo hu­biera tenido que ceder; pero tu madre me transmitió hasta tal punto su energía, que con tu amigo me entiendo a las mil maravillas, y tengo a todos sus clientes metidos en el bolsillo.
"Hasta en el camisón tiene bolsillos", pensó Georg, y creyó que esta simple observación bastaba para ridiculizarle ante el mundo entero. Lo pensó apenas un instante, luego lo olvidó como siempre.
Puedes refugiarte en las faldas de tu novia para enfren­tarme. ¡La arrancaré de tu lado, no te imaginas cómo!
Georg hacía muecas de incredulidad. El padre se limitó a asentir con la cabeza, hacia el rincón donde Georg se encontraba, para confirmar que su sentencia era verdad.
¡No sabes la gracia que me causaste hoy, cuando vi­niste a preguntarme si debías anunciar a tu amigo que estás comprometido!... ¡El ya sabe todo! ¡Estúpido infantil! ¡Ya sabe todo! ¿Cómo te olvidaste de quitarme papel y pluma? Yo le escribí y le conté hasta el más mínimo detalle, por eso no viene desde hace tantos años, porque sabe todo lo que pasa mil veces mejor que tú; mientras con la diestra abre mis cartas, con la siniestra rompe las tuyas sin leerlas.
Excitado, mientras levantaba una mano sobre su ca­beza, gritó:
¡Sabe todo mil veces mejor!
¡Diez mil veces –dijo Georg para burlarse de su padre, pero antes de salir de su boca, las palabras se convirtieron en una nefasta certeza.
Hace años esperaba ya esta consulta. ¿O crees que me importa alguna otra cosa en el mundo? ¿Crees acaso que leo los periódicos? ¡Mira? –y le arrojó un periódico que inexplicablemente había traído consigo a la cama.
Era un diario tan viejo, que Georg ni siquiera conocía el nombre.
¡Cuánto tiempo has tardado en ver cómo son las co­sas! Tu madre murió antes de presenciar este día tan jubi­loso; tu amigo se pudre en Rusia, ya hace tres años estaba amarillo como un cadáver; y yo, ¿no tienes ojos para ver como estoy?
Entonces. me acechabas constantemente –gritó Georg.
Compasivo, sin hacerle mucho caso, dijo el padre:
Estoy seguro que hace mucho querías decirme eso. Pero ya no importa.
Elevó el tono de voz:
Y ahora sabes que hay otras cosas además de ti, hasta ahora sólo te han interesado tus asuntos. Y aunque es cierto que eras un niño inocente, también es cierto y más, que eras un ser diabólico. Y por lo mismo, escúchame: ¡Te con­deno a morir ahogado!
Georg se sintió arrojado de la habitación. Llevaba aún en los oídos el sonido del golpe con el que su padre se dejó caer sobre la cama. Bajó la escalera, como si se tratara de un terreno inclinado, y tropezó con la criada que se disponía a subir para hacer la limpieza matutina de la casa.
¡Jesús! –gritó ella, y se cubrió la cara con le delantal, pero Georg se había esfumado. Cruzó corriendo la carretera, en dirección del agua. Se aferró a la baranda, como un hambriento a su comida. La saltó, como debía hacerlo el distinguido atleta que para orgullo de sus padres fue en sus años juveniles. Se sostuvo colgado todavía un instante, con manos cada vez más débiles; espió entre la baranda a un autobús que se acercaba, y que ensordecería el ruido de su caída, y exclamó en voz baja: "Queridos padres, a pesar de todo, os he querido siempre", y se dejó caer.
En ese momento una interminable fila de automóviles transitaba por el puente.

"Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón" Jorge Luis Borges

jueves, 17 de noviembre de 2011

Inspiracion

Es interesante como, cuando estas solo y aislado, todos esos sentimientos hacen que a tu mente vuelva la inspiracion que hace mucho parecia perdida, regrese a ti de la mano de una mezcla de pensamientos bellos, tristes o dolorosos, como los recuerdos y como los sueños que tienes despierto la invitan a visitarte y como cuando te acompaña y empieza a tener efectos en ti, como una droga, te empieza a liberar de las cargas que te pesan, de las cadenas que te atan, de los sufrimientos que te duelen, como tu corazon empieza a latir tranquilo........ como piensas en ella aunque sabes que no la tienes, como la inspiracion lava de tu ser con versos y lagrimas lo que duele y te hace capturar en la eternidad de tu ser aquello que es bello y bueno, como el sentir a tu amada tan cerca aunque este tan lejos, como escuchar la voz d etu madre que te consuela cuando lloras, cuando sientes el abrazo protector de tus abuelos cuando sientes morir de miedo.

Inspiracion, eres la compañia perfecta de mi ser sentimental y me haces vivir con mayor intensidad cada instante de su vida.